Estos días más de una madre —amiga, conocida— me decía
“Núria, ya verás cuando te toque a ti. Es tremendo lo que se hace ahora”.
Y claro, acabábamos recordando cómo era “en nuestra época”: cuando terminabas BUP o COU, como mucho te ibas a celebrarlo con las amistades, a cenar un bocata, un rato de fiesta y ya. Nada de galas, ni vestidos, ni maquillaje profesional. Y desde luego, nada organizado por el instituto, si más no en el público, que era en el ambiente que yo me movía.
Hoy, en cambio, las galas de fin de ciclo se han convertido en un evento institucionalizado, con estética de ceremonia de premios y outfit que parece de boda o de alfombra roja.
Imagina tener 16 años y saber que, para tu fiesta de fin de ciclo, no basta con ir cómoda, ni feliz, ni tú misma.
Hace semanas que decidiste el vestido, las uñas, el peinado, el maquillaje. Te van a hacer fotos. Vas a estar en redes. Vas a ser mirada. Y más te vale estar perfecta.
Es lo que se vive —y se espera— en muchas galas de fin de ciclo que se celebran en los centros educativos. Una nueva tendencia que ha venido a instalarse, tanto en públicos como en privados.
Estas celebraciones, lejos de ser neutrales, son otra esfera más que reflejan el peso que ejerce la presión estética sobre los cuerpos adolescentes, mayoritariamente femeninos.
De la celebración al escaparate corporal
Más allá del carácter festivo, estas galas de fin de ciclo están reforzando estereotipos físicos y expectativas estéticas. Las chicas, en especial, uniformadas con sus vestidos de gala, zapatos de tacón, maquillaje profesional y sesión de peluquería incluida.
Los chicos, por su parte, tampoco escapan a esta presión. Aunque en muchos casos es más sutil, se espera de ellos una masculinidad normativa: traje, presencia sobria, cuerpo trabajado. La gala deja de ser una celebración para convertirse en un escaparate corporal.
Maquillaje, filtros y bótox: la adolescencia bajo presión
Lo preocupante no es solo la estética del evento, sino lo que está detrás. Adolescentes que estrenan labios o pómulos para estar “bien” en la foto, uñas postizas imposibles de manejar… Se trata de una violencia estética que comienza cada vez más temprano, alimentada por redes sociales, filtros, modelos inalcanzables y entornos que refuerzan la idea de que el cuerpo debe corregirse.
Francisca Escorza y Sergio Padial, docentes en centros públicos andaluces, señalaron, públicamente hace unos meses, cómo esta presión estética está calando en las aulas. Escorza relata casos de alumnas que no pueden ni escribir por el tamaño de sus uñas postizas, o adolescentes que reciben bótox como regalo para la gala de graduación. Todo con el aval —y el pago— de sus familias.
¿Qué estamos reproduciendo desde el instituto?
Esta cultura del cuerpo como proyecto, que exige inversión y transformación, encuentra en las galas de fin de ciclo el escenario ideal para legitimarse. Ya no se trata solo de “ir arreglada”: se trata de cumplir con un canon estético que se impone como norma social. Quienes no encajan, quienes no pueden permitírselo o no quieren seguir ese molde, quedan fuera: de la foto, de la aprobación, de la fiesta.
La presión estética no es anecdótica, ni externa. También es interna, autoinfligida: adolescentes que se juzgan sin descanso, que aprenden que su cuerpo es un error a corregir. Y si algunos centros organizan y promueven estos eventos sin cuestionarlos, entonces también participan —aunque sea sin querer— en esa violencia estética.
Educar también es cuestionar los modelos estéticos
No se trata de cancelar las galas de graduación, sino de revisar desde qué mirada las celebramos: qué cuerpos aplaudimos, qué estéticas reproducimos, qué mensajes mandamos —consciente o inconscientemente— al alumnado. Porque una gala de fin de ciclo también educa. Y si educar es cuidar, entonces toca preguntarnos a quién estamos dejando fuera y a quién estamos obligando a encajar.
Transformar este relato es urgente. Porque lo personal sigue siendo político, y la educación también. Cada vez que repetimos sin pensar, reforzamos un sistema que duele. Y cada vez que alguien se atreve a mirar distinto, algo se mueve. Ahí es donde me interesa estar: en ese gesto incómodo, pero necesario, que abre espacio a otros cuerpos, otras voces, otras formas de estar.